La misericordia, un viaje de ida y vuelta, como enfermera y paciente

La misericordia, un viaje de ida y vuelta, como enfermera y paciente

Marisol Carpintero, Delegada de Pastoral de la Salud de Ávila

Una petición del Consiliario de PROSAC, me hace revivir una situación ya lejana en el tiempo: por un lado la experiencia personal de la enfermedad, -que no es diferente para los profesionales sanitarios-, y por otro mi trabajo como enfermera, hoy jubilada. Accedo gustosa a la invitación deseando que pueda hacer algún bien.

Recuerdo aquel 24 de diciembre de 2007, estaba de turno de noche, era Nochebuena, mi compañera bajó a la Capilla del Hospital a la Misa del Gallo, yo la podía sustituir. Cuando volvió le comenté que no me encontraba bien, sentía como un pequeño ahogo que me dificultaba la respiración; pensé que pasada la Navidad debería acudir a un otorrino. Así empezó aquella historia prolongada durante años, que me obligó a pasar varias veces por el quirófano pensando que solo se trataba de un granuloma. No tardó en llegar el diagnóstico definitivo: un Linfoma laríngeo-traqueal. El Hospital General de Móstoles primero y Puerta de Hierro después, se convirtieron para mí en itinerarios frecuentes. No era la primera vez que padecía una enfermedad, pero sí que se convertía en una situación de especial fragilidad.

Cuando una persona tiene que pasar por los tratamientos de quimio y radioterapia, toma conciencia de que en adelante nada va a ser igual. Ser profesional de la Sanidad te aporta un poco de consciencia, sabiendo que los recursos para iluminar este sufrimiento pueden llegar también por otros cauces.

Este proceso coincidió en el tiempo con la celebración en la Iglesia del Gran Jubileo del Año 2000 que tenía por objeto celebrar el 2º milenio del nacimiento de Jesús. Con no muchas fuerzas, pensé en hacer la peregrinación para ganar el Jubileo, que supuso para mí el encuentro personal con Juan Pablo II, el abrazo de Dios en la persona del Papa Wojtyla. El Año Santo tenía un mensaje central: “Cristo es la verdadera Puerta que nos abre el acceso a la Casa del Padre y nos introduce en la intimidad de la vida divina”. Tengo la certeza de que Dios se hizo especialmente presente en mí vida aquellos días. La situación de enfermedad me hacía sentirme como sumergida en un mar sin fondo en el que, sin saber nadar muy bien, aparecía el miedo de hundirme, de “no hacer pie” a la vez que me hacía muchas preguntas: ¿Por qué? ¿Por qué a mí? ¿Por qué ahora? En esos momentos agradecí sentirme abrazada por Dios como un don. Quiero añadir que en esa etapa más dura de sufrimiento el Señor me concedió gran paz y serenidad, aunque consciente de lo frágil que era mi vida en continua amenaza.

Antes de ir a Roma, en las largas esperas hasta que me tocaba el turno de las sesiones de radioterapia, más tarde en la quimio, observaba a mis colegas en los que valoraba, si cabe aún más, su actitud amable, su profesionalidad, humanizante y bondadosa para con nosotros. En la sala de espera de la consulta observaba a muchos jóvenes y niños que padecían la misma situación de enfermedad, podía darme cuenta, ahora con más razón del sufrimiento de las familias. Pero pude también descubrir que la fe en Dios me ofrecía muchos recursos para no sentirme abandonada; podía rezar por ellos –los profesionales y mis compañeros de viaje- y también por mí; podía sentir la cercanía de Dios con nosotros, sus hijos más débiles. Recuerdo que la visita a la Capilla del Hospital antes y después de los tratamientos era muy importante para mí. Rezaba: ¡Un día más Señor, no me abandones, ven en mi auxilio!, y tenía la percepción de que aquella súplica era escuchada. Desde entonces tengo la costumbre de hacer una lista con los nombres de los enfermos por los que quiero pedir.

A raíz de aquel Año Santo, mi amor hacia Juan Pablo II y mi deseo de conocerlo fue creciendo cada vez más. Aquel hombre de Dios era para mí como la representación de “la fuerza en la debilidad”, poco a poco su experiencia de sufrimiento lo convertía en el Papa enfermo para los enfermos. Me interesé en conocerle mejor, leí sus libros, me hizo mucho bien su carta Apostólica Salvifici Doloris, en ella dice: «A través de los siglos y generaciones se ha constatado que, en el sufrimiento, se esconde una particular fuerza que acerca interiormente al hombre a Cristo, una gracia especial. A ella deben su profunda conversión muchos santos… Fruto de esa conversión es, no solo el hecho de que el hombre descubre el sentido salvífico del sufrimiento, sino sobre todo que, en el sufrimiento, llega a ser un hombre completamente nuevo». Confirmo que en este camino de conversión me puso mi enfermedad.

¿Qué tiene que ver todo esto con la Misericordia? Mucho. El mundo de la salud es un terreno muy fecundo para que profesionales y enfermos vivan la Misericordia. El Papa Francisco dice que la Misericordia es un viaje de ida y vuelta. En la ida uno debe dejarse herir, conmoverse por la miseria y el sufrimiento del otro. Y con ese corazón herido hace el viaje de vuelta del corazón a las manos para expresar con el servicio la Misericordia. Añade algo más el Papa. Cuando uno siente su flaqueza y se deja misericordiar por Dios está en condiciones de ofrecer misericordia y amor. Esto lo hacen de forma natural los profesionales sanitarios, también los enfermos con sus compañeros de viaje. Esta ruta la conozco.

Juan Pablo II, se sentó sin complejos en la Cátedra del sufrimiento, regaló a la Iglesia la Fiesta de la Divina Misericordia. Nos sentimos necesitados de ese Amor que quiere bien, que compadece, que eleva al hombre por encima de su debilidad hasta las alturas de la Santidad de Dios. Con la ayuda de San Juan Pablo II aprendí a ser mejor persona, mejor profesional, mejor cristiana, y deseo seguir haciendo este viaje de ida y vuelta de la Misericordia con final feliz.