Cómo he vivido la confianza en el hospital

Felisa Elizondo

Testimonio de Felisa Elizondo, profesora, en el XIV Encuentro de Responsables Diocesanos de PROSAC, celebrado en Madrid el 30 de enero de 2016.

Se me ha pedido hablar, con tonos personales, de una forma de confianza experimentada como paciente en un gran hospital. Y para empezar, recojo unas frases sobre la importancia de confiar con las que no puedo menos de estar de acuerdo: «Es imposible ir por la vida sin confiar en nadie; es como estar preso en la peor de las celdas: uno mismo». Graham Greene (1904-1991) «No existe un signo más patente de debilidad que desconfiar instintivamente de todo y de todos». Arturo Graf (1848-1913) Escritor y poeta italiano. «La mejor forma de averiguar si puedes confiar en alguien es confiar en él» E. Hemingway (1886-1961).

Repaso también lo que se suele presentar a modo de definiciones de la confianza y el confiar: La etimología la emparenta con fiar, fiarse, con el término jurídico anteriormente usado de confianza y con confidencia. Se la define como una actitud, una situación del ánimo, una capacidad nativa que crece en la vida familiar y social pero que conoce crisis y amenazas de pérdida o disminución. También conoce diversos niveles o intensidad según el tipo de relación de que se trate. La confianza, que en su arranque es nativa y supone a la vez la necesidad y posibilidad de apoyarse en otro/os, surge y se afianza con una familiaridad en el trato. Es común señalar como componentes de la confianza:

  1. Una esperanza firme que se tiene de alguien o algo.
  2. Una seguridad que alguien tiene en sí mismo o en otro/s.
  3. El ánimo, aliento, o vigor para obrar.

Esperanza y seguridad llevan hasta confiarse, es decir a arriesgarse a la entrega de sí y al abandono. En la mayor parte de las ocasiones, se trata de la esperanza serena que tenemos en que algo suceda, sea o funcione de una forma determinada, o en que otras personas actúen como deseamos. Y de cierta seguridad que hace posible que emprendamos algo difícil o al menos no garantizado de antemano.

A entender lo que significa la confianza ayudan los sinónimos y las palabras cercanas: seguridad, esperanza, fe, credulidad, decisión, determinación, certidumbre, tranquilidad, creencia, presunción, aliento, ánimo, vigor, empuje, amistad, familiaridad, intimidad, llaneza, franqueza, naturalidad, valimiento, cordialidad. Y los antónimos: desconfianza, inseguridad, indecisión, tensión, suspicacia.

Hay una confianza primera, que hace posible el vivir-sobrevivir del niño nacido. Y se trata de cierta fortaleza emocional que implica la autoconfianza, el sentimiento del propio valor y el poder de otorgar confianza a los demás. Y hay imágenes muy expresivas del confiar: el niño que duerme o es lanzado juguetonamente al aire por su padre, y el portor que sostiene o espera al trapecista en el circo.

Una dosis de confianza es necesaria para que las relaciones interpersonales se sostengan en el entramado social. Y la confianza está en la base de la relación humana singular que es la amistad. Los humanos no podríamos convivir en armonía si faltara la confianza, es decir, sin la seguridad que por anticipado se tiene en las personas y que varía según el tipo de relación que se da entre ellas o con ellas: familiar, vecinal, laboral, de colaboración, de compañerismo, de amistad…

Confiar supone que el otro se conducirá con rectitud y aceptar cierto riesgo, porque la seguridad que se ofrece no equivale al control de lo que sucederá. Pero la confianza es el fundamento de toda relación humana y nadie puede caminar junto a otro sin tener certeza de que puede confiar en él. Así la confianza señala la intensidad del vínculo entre dos personas y la verdadera confianza existe cuando hay madurez en esas relaciones humanas.

Confiar en otro implica cierto conocimiento de ese otro y, cuanto más se conoce de él/ella, más confiada puede hacerse una relación. Pero hay en ella un imponderable de afecto, de inclinación. Donde hay confianza se da una comunicación verdadera y cierto grado de empatía. Pero la confianza es respetuosa y no embarga la libertad de uno ni la del otro. De ahí que se haga necesario confiar en los demás y, al mismo tiempo, ser merecedores de confianza. Todos necesitamos confiar y que alguien confíe en nosotros. Está probado que quien confía en otra persona la hace crecer y contribuye a su felicidad. Y el grado de confianza determina la profundidad de la relación con los demás, de los que esperamos que se comportarán de tal o tal modo, no por interés o por miedo a una sanción sino porque son dignos de confianza. Necesaria y posible por nuestro constitutivo ser en relación (y desde la relación), ayudan a nuestro confiar, la cercanía, la compañía, la presencia brindada del otro, su empatía y, desde luego, su amistad. Como ayuda el saber de su rectitud y competencia.

 

En síntesis: La confianza es la ponderación personal, más o menos intuitiva, de un riesgo que nos lleva a superar un margen de temor o de incertidumbre que no puede ser suplido, ya que no es posible obtener datos exhaustivos o llegar a cálculos exactos que den garantía plena en nuestro vivir en relación. Sin ella, que es del orden del don, la vida no sería vivible.

Los psicólogos y terapeutas advierten que existe el problema de la confianza en uno mismo: “Quien confía en sí puede conducir a otros” , decía en la antigüedad Horacio. Necesitamos confiar en nosotros mismos para poder confiar en otros, pues el temor a confiar tiene que ver con una escasa autoconfianza, y responde a veces a experiencias negativas en relación con otros. Pero necesitamos mantener esa fe y reaprender a confiar porque nos necesitamos mutuamente y vivimos en una red de relaciones. Esto supone pensar que siempre hay alguien en quien uno se puede apoyar y que se trata de encontrar a las personas adecuadas en cada nivel o forma de confianza. A sabiendas de que nadie puede satisfacer todas mis necesidades y expectativas, que sólo pueden ser cumplidas confiando en distintas personas. Desconfiar por sistema es la mayor debilidad, como hemos oído decir.

Sociólogos y economistas coinciden con psicólogos y antropólogos en que es necesaria para la vida en sociedad y en que no hay sociedad sin confianza, pues todo individuo depende de otros para vivir, informarse, intercambiar, prometer, protegerse, compartir algo. Para anticipar una conducta, arriesgar algo, creer en algo o en alguien. La actividad social más elemental supone ya una dosis de confianza en la buena voluntad, la sinceridad, la verdad de otros. Hay ahora mismo una apreciación – muy usada en los análisis socio-económicos- de la llamada confianza institucional.

En definitiva, todos necesitamos y buscamos personas dignas de confianza, que traten bien a sus semejantes; que sean discretas y capaces de guardar las confidencias, de ser fieles a su palabra. Personas a las que podamos confiar algo profundo de nuestro vivir y hasta el vivir mismo.

A la confianza, que implica la relación con el otro/otros que es constitutiva del ser humano, le han prestado atención la teología, porque la confianza está en la base de la fe. Aquella confianza originaria no es ajena a la posibilidad de creer, se ha dicho.

La confianza está en la base de la fe, que reclama una especial confianza, confiarse y entregarse a Dios, poner en sus manos toda la existencia. Confiar reconociendo en él la referencia definitiva suceda lo que suceda en la vida. Esa confianza en Dios libera de la angustia por sí mismo – aunque no ahorre pruebas – y conduce a una humanidad profunda que acepta lo que es y espera que Dios “será todo en todas las cosas” (1 Cor 15, 28)

En medicina es aceptado que la relación médico-paciente es una figura particular de la relación intersubjetiva. Y aunque sea asimétrica, para ella valen los términos de reciprocidad y de intersubjetividad en cuanto que se trata de dos personas en relación.

La confianza en el médico se apoya en la convicción del paciente acerca de la competencia y la voluntad de ayudar a sanar que supone al médico (o al personal sanitario en general). Pero no se agota en reconocer los conocimientos y capacidades sanadoras del médico, sino que alcanza a su persona y se sitúa en el nivel de una relación interpersonal. Advertir la calidad personal de quien nos atiende, nos ayuda a confiar. Y sucede que en esa relación las personas pueden encontrarse y sintonizar de veras en un nivel profundo.

 

Mi experiencia personal

Como es esperable en la dedicación a ciertas materias en las que he debido entrar a lo largo de años de estudio y docencia – y de algunos momentos de mi trayectoria vital– había apreciado el valor de la confianza considerándolo algo casi natural en el entramado de relaciones familiares, de vecindad, de compañerismo y amistad.

He de reconocer también que a lo largo de mi vida no me ha resultado costoso fiarme o, dicho de otro modo, no he tenido motivos serios para desconfiar. Y, por supuesto, he prestado atención a la confianza sin fondo en la que arraigan la fe y la esperanza, a la que he aludido con la mención de algunos nombres propios.

En mayo de 2012, coincidiendo con las últimos días de clase, comencé a advertir una insuficiencia coronaria con síntomas de tipo anginoso, y en octubre del mismo año, un cateterismo realizado en la Fundación Jiménez Díaz debió hacer saltar las alarmas puesto que, sin salir del centro, me practicaron con cierta urgencia una intervención que resultó muy trabajosa por dificultades de intubación. Implantados tres bay pass y practicada una traqueotomía, a la que debieron recurrir con cierta alarma a partir de un paro cardíaco – lo supe sólo días después –, me desperté sin voz y clavada en una cama de la UCI. Tanto el cardiólogo correspondiente y sobre todo un buen amigo que está presente (el Dr. Manuel de los Reyes) me habían explicado lo que podría suponer la intervención en circunstancias normales, y reconozco haber ido a ella fiada en la competencia de los cirujanos que iban a realizarla. También, sin apenas experiencia de situaciones así, pues mi historial médico contaba sólo con una intervención breve en la que me fue extirpado el tiroides a causa de unos nódulos.

En la UCI, tras la intervención, por la solicitud misma de los miembros del equipo de cirujanos, advertí algo de preocupación por el desarrollo de un postoperatorio, aunque me adelantaban que, si bien iba a resultar un poco más penoso de lo esperado el proceso, pues exigía cuidar la recuperación de la voz y la limpieza de las vías afectadas por la traqueotomía, el resultado sería positivo. La estancia en el hospital se prolongó casi un mes, pues hube de pasar a una segunda etapa en la que en la planta de pneumología atendieron con mucho cuidado a mis vías respiratorias y a mi rechazo de la alimentación por sonda.

Recuerdo haber entrado en el quirófano con serenidad –mi inexperiencia debió ayudar a la experiencia– y pensé en algún momento que aquella inundación de luz, en medio de la que aparecían unos rostros enfundados con mascarillas que hablaban con suavidad, podía parecerse algo a lo que debe ser la entrada en la luz mayor que esperamos para el final de la vida. Luego, tras el paréntesis de la inconsciencia, se sucedieron unos cuantos días en los que el malestar era general, por la postura forzadamente inmóvil, por las molestias intestinales, y sobre todo por los problemas respiratorios que hacían necesario mantener en mi cuello un grueso tubo de oxígeno en forma de collar. Y sufrí como nunca antes la sed, acentuada quizá por una sudoración profusa. De hecho, no he olvidado al enfermero que, llegado de Barcelona para una turno de noche, me suministró una mínima “bomba de agua” después de varios días de tener en los labios sólo las gasas empapadas que me ofrecían con amabilidad las enfermeras.

Pero de aquella estancia me queda sobre todo una memoria agradecida a los médicos que se acercaban para observarme con gran atención y asegurarme que me recuperaría y que recuperaría en primer lugar la voz. Y la sonrisa amable de Nacho, el asistente religioso, un joven cura que había sido mi alumno en la Facultad. Con todos ellos asocio a las enfermeras y auxiliares cuyo trabajo no puedo menos de reconocer como esmerado, y su trato respetuoso y amable. También guardo vivo el recuerdo de doctores/as y enfermeras que llegaron a mi habitación para despedirse después de aquellas semanas en que nos habíamos comunicado, primero con sólo miradas, y luego con algunas pocas palabras. A la salida, coincidiendo con los días previos a la Navidad, les hice llegar la conocida Bendición irlandesa que desea que un buen viento sople sobre las espaldas y ayude a caminar. Por supuesto, recuerdo con gratitud a mis compañeros y amigos que me visitaron esos días aprovechando los minutos que consentía el horario.

Depender por primera vez y tan radical y desnudamente de brazos, manos y hombros de otros, de su atención y cuidados, me ha ayudado a advertir, a la vez que mi debilidad-fragilidad, la profundidad a que puede vivirse el verbo confiar. Confiar en que evitarán en lo posible el dolor que puede causar un tratamiento, en que sosegarán la inquietud informando en lo posible y por anticipado para que los pacientes cooperemos, confiar en que seremos tratados con respeto y afecto a la vez, y que pondrán en juego su saber y su saber hacer como si fuéramos la única persona a la que atender en unas horas… He aprendido mejor lo que significa la ayuda de los otros cuando disminuyen las fuerzas y los ánimos, que es comprender vitalmente esa verdad de que no somos los unos sin los otros. Y que merecen nuestro respeto y valoración los que nos cuidan en esos trances.

Este golpe “cordial”, sorpresivo y severo, que ha supuesto en mi vida la intervención y su desarrollo posterior me ha obligado a reconocer y aceptar, probándola, nuestra fragilidad física y anímica, la “pasividad” insuprimible que llega, con cierta sorpresa, tras o en plena vida activa. Un aprendizaje vital que no suele entrar en los programas escolares ni universitarios y que yo no había hecho…

En suma: esta experiencia ha reafirmado en mí la certeza de poder confiar. Una posibilidad que tenemos y cuyo alcance no somos capaces de medir, pero que se agranda en momentos importantes. Primero, porque ante una intervención seria y en medio de la debilidad y el malestar, encontré en otras manos y otros rostros una ayuda verdadera. Porque a algunas peticiones de ayuda o de explicación que pudieran suponer una molestia para ellos, respondían diciéndome que no me preocupara porque me estaba comportado como “buena paciente”.

Aprovecho esta ocasión para recordar a quienes dedican su preparación y trabajo a curar una afección o una enfermedad que ayudan, quizá sin saberlo, a que el paciente descienda a niveles profundos de su vida. Que en su trato no están lejos de asomarse a ese umbral donde somos más de veras nosotros mismos, con nuestra debilidad y nuestra esperanza. Creo, y lo he podido verificar personalmente, que en la relación médico-paciente media y entra en juego, aunque sea silenciosamente pero en buena medida, esa realidad que sostiene y humaniza, que es la confianza. Y la confianza en momentos graves es de un valor imposible de medir.

Añadiré finalmente que tengo la convicción de que la confianza en otros, que he podido sentir en los momentos en que he probado la mayor debilidad, no es ajena a la confianza mayor que espero brotará al fin cuando me deje caer en las manos de Dios. Me ha ayudado saber que, en sus años de silencio forzado y de casi inmovilidad, un grande como el P. Arrupe decía: «Yo me siento, más que nunca, en las manos de Dios… Les aseguro que saberme y sentirme totalmente en sus manos es una profundísima experiencia».