El dolor a la luz de la fe: un misterio de amor

Cecilia Puertas

El dolor a la luz de la fe: un misterio de amor

Cecilia Puertas, religiosa contemplativa

 

Me resulta costoso escribir sobre este tema. Siento que tanto el dolor como la fe son algo tan hondo en el ser humano que las palabras quedan “pequeñas” para expresarlo. Es grande el don de la fe, y no me pertenece; por eso voy a hacer un esfuerzo por resumir y formular esta pequeña experiencia para compartir con vosotros lo que no es mío, sino de Dios en mi para todos.

 

Un poco de historia

Todo empezó hace tres años y medio, poco antes de Navidad. Sólo hacía año y medio que había profesado. Mi corazón estaba lleno de ilusión y grandes deseos de una entrega generosa. De pronto un día me levanté con un dolor impresionante en un brazo que, en pocos días, se extendió a todas las extremidades. Cuando el médico me vio, fue duro escuchar el diagnóstico: esclerodermia. Sí era duro, pero parecía que aún quedaba un poco de esperanza al oírle decir: “No tiene cura, pero tenemos suerte porque, como está empezando, vamos a intentar detenerla y que no avance”. Si soy sincera, tengo que decir que fue como un jarro de agua fría que parecía apagar la ilusión; además, el mal apareció en un momento en que, estaba viviendo un tiempo duro de absurdo, vacío, oscuridad, etc., y en medio de todo eso sólo resonaba dentro: enfermedad degenerativa, dolorosa, incurable.

Entre mejorías y recaídas el cuerpo se iba “rompiendo”. No podía resignarme a creer que toda yo era sólo eso. ¡Era algo más! La fe me ayudaba a creer que dentro estaba la Vida. La Vida de Dios que me habitaba en Cristo Jesús por el Espíritu Santo.

Si esto era cierto, a pesar de la oscuridad y el vacío, me preguntaba cómo podía anular el dolor mi esperanza. No era posible, a no ser que yo me convirtiera en centro, haciéndome “gruñona”, exigente, transmitiendo amargura a los demás… Sentía el dolor como una experiencia de “muerte” y surgían un montón de interrogantes. Entre ellos me preguntaba: ¿cómo en un creyente puede ser más fuerte la muerte que la vida?. Si Jesús resucitó, hay vida y vida en plenitud; ¿por qué va a ahogar mi esperanza la “muerte”?. En lo más hondo brota un gozo insostenible: ¡Es Dios! En la medida en que se “muere” se vive; se vive de otra manera, pero se vive; tocas la “otra” realidad. Dios toma la forma de hombre sufriente y se manifiesta así. Su Palabra es el Silencio hecho dolor.

Pero va pasando el tiempo y ves que las esperanzas de pararse no son ciertas, sino que todo avanza; el dolor está ahí y cada vez más fuerte, te sientes cada vez más débil. Todos dicen lo mismo: “No hay solución”, “no podemos hacer nada”. Entonces las esperanzas se convierten en “puntos negros”, tu vida parece un pozo sin fondo, donde sólo parece verse oscuridad, vacío, absurdo, sin sentido.

 

Un grito de rebeldía

Y es ahí, cuando llegas al límite de todo, cuando te llenas de interrogantes y surgen los porqués como un grito de rebeldía, porque la fe no suprime los interrogantes; más bien, éstos, a veces, aumentan. El dolor no se entiende. Dios no responde, hay que acogerlo. Este no entender y la aparente ausencia de Dios a través de su Silencio te llevan a rebelarte, a protestar, al rechazo, a encerrarte en t mismo, o a acogerlo como realidad inevitable que está ahí y de la que no puedes escapar. Te sientes entre dos posturas, la desesperación o la aceptación que te lleva al abandono.

Es muy duro levantarse todos los días con dolores por todas las partes, cada vez más inmóvil, más limitada, sintiendo reducirse tus fuerzas y, sobre todo, sin ninguna esperanza. Es aquí donde entra en juego la Fe. El creyente no tiene opción a la desesperación. Yo al menos así lo siento. El te mira y se hace presente y ante la falta de respuesta ante tantos interrogantes, cuando su silencio se hace Presencia en la mirada, confiesas como Job: “Antes te conocía de oídas, pero ahora te han visto mis ojos”.

Dios no explica nada, el dolor está ahí, no lo suprime, le da sentido porque lo llena de su Presencia. Muchas veces surge el grito: “Padre, si es posible aparta de mí este cáliz”. Y ahí, en ese mismo grito, sientes que una mano te sostiene, oscura, pero que está ahí. Otras veces el sinsentido parece ser la respuesta, porque su silencio pesa. Todo es oscuro, tremendo. Dios no responde, hay que acogerlo, vivir bajo la cruz. Desde aquí mirar al Crucificado te hace descubrir a Dios crucificado en ti, ayudándote, a vivir el dolor en lugar de dejarte ahogar por él. Cruz salvadora y no por el mismo dolor, sino por el Amor sin límites de Dios que sientes brotar de ti.

El dolor no es sólo físico. Lleva consigo una experiencia de intenso sufrimiento. A mí, personalmente, más que el dolor físico, que es duro, me cuesta la impotencia y la limitación a la que me reduce. Este sufrimiento muchas veces te hace sentir tristeza, miedo, soledad, vacío, absurdo, desesperanza, oscuridad, debilidad. Te sientes pobre, impotente, miserable; hasta te llegas a sentir carga para los otros y te preguntas: ¿merece la pena vivir así?

En el dolor yo puedo seguir amando a Dios, y no a un Dios que me envía dolores y sufrimientos, sino a un Dios que se hace dolor y sufre conmigo para vestirlo de Fiesta: La Fiesta del Amor, porque El está ahí, junto a mí, en mí, para ayudarme a sufrir con alegría.

 

Vivir el dolor como una fiesta

Yo vivo el dolor como una fiesta: la FIESTA DEL AMOR DE DIOS que se ha crucificado conmigo por amor para decirme que también así me ama.

En ese vivir a la intemperie aprendes a no hacer planes porque no sabes lo que trae cada día. Sólo tienes en tus manos el amanecer que se te ofrece como un regalo y, al abrir los ojos, si has podido cerrarlos en la noche, te presentas ante Jesús con las manos vacías para que El tome tu pobreza envuelta en dolor, a la vez que te experimentas colmada de su ternura.

Comienzas a caminar y El camina en ti, llenando de fuerza tu pobreza, con su sonrisa misteriosa que te hace sostener de pie aunque tu cuerpo no pueda más.

Aprendes a disfrutar de lo pequeño, de lo que te da en cada momento. Te das cuenta de cómo llenamos la vida de cosas innecesarias, ocultando con ellas lo único esencial. De los apegos que hay en ti y que te encierran en ti misma. Todo se va cayendo hasta quedar sólo El y tú, y ese diálogo te descubre que “sólo Dios basta”. Hay que hacer muchas muertes a ti misma para no hacerte con el dolor un verdugo para los demás. No tengo derecho a convertir mi dolor en amargura y angustia para los que me rodean. Por eso, asumir el dolor desde la Cruz te hace sentirte invadida de un amor que no te pertenece.

 

Esto no es masoquismo

El cuerpo no lo desea ni lo busca. Eso sería masoquismo. Más bien tiende a rechazarlo, a quitarlo y, si no puede ser así, al menos disminuirlo; pero si esto tampoco es posible, es una realidad que está ahí con la que te tienes que enfrentar.

Yo no he encontrado en el dolor ningún placer, ni me agrada; lo acepto porque está ahí. Miro al Crucificado, y desde aquí la cruz se me hace camino hacia la vida plena porque El está ahí. En él encuentro la paz y la serenidad para sufrir con alegría. Es mi esperanza porque no vivo sola el dolor, sino en comunión con El. Yo no amo el dolor; amo la vida, la felicidad. Pero en este caminar me lo he encontrado y lo acepto como esa parte oscura y dolorosa de mi vida. Esto no oscurece la felicidad porque la felicidad viene de Dios.

Yo creo que la clave para vivir el dolor con alegría -o al menos así lo he sentido-, es la fe. Nuestro Dios no es un Dios de muertos sino de vivos. El quiere la Vida, la felicidad del hombre. El dolor no le hace feliz: por eso el dolor no puede tener la última palabra, y yo experimento que en mí no la tiene. Hay algo más profundo; mejor dicho, alguien que en ti acoge ese dolor haciéndose dolor contigo para hacer brotar la vida aun en medio de una “aparente muerte”. Por eso me atrevo a hablar del dolor vivido a la luz de la fe como un MISTERIO DE AMOR.

Dios no es un sedante, ni algo mágico que elimina el dolor. Aunque pienses en Dios, sigue doliendo, pero puedes vivir el dolor con alegría. Hay una gran diferencia entre “ser vivido” por el dolor con tristeza y angustia y “vivir” tú el dolor pudiendo transmitir alegría a los demás. Sientes dentro una comunión inexplicable con el mundo del dolor. ¡Cuántos rostros vivos aparecen dentro!. Unos conocidos, otros desconocidos; muchos “gritando”, queriendo desaparecer o sumergidos en la angustia, en el sinsentido. ¡Dolor de comunión! Sale de ti como una especie de energía que se “reparte”.

 

¡Ven, Señor Jesús!

Su presencia no explica mi dolor ni lo disminuye: le da sentido y me ayuda a vivirlo con entereza y alegría, esperando que un día se rompa del todo mi cuerpo y pueda gozar totalmente de su Presencia, cara a cara. Por eso llegas a desear que se rompa el velo que nos separa y todo tu ser grite con fuerza: ¡Maranatha! ¡Ven, Señor Jesús! . La muerte es entonces una fiesta. La fiesta del Encuentro y tú, un sediento de su amor que esperas ya perderte del todo en El.

Por otra parte es tan viva su Presencia que, aunque todo el ser ansíe ese encuentro, sientes una profunda paz en la espera, porque El es también aquí. Te dices: ¿vivir? ¿morir? ¡que más da! El es TODO y eso basta.

Ante el dolor somos El y yo quienes nos debatimos, los demás quedan fuera; por eso sobran las palabras, todo suena a hueco, queda lejos… Es fácil decir palabras bonitas, dar toda clase de consuelos y explicaciones cuando no te duele nada o no estás “cogido” por el sufrimiento. Es fácil hablar de una realidad dura y buscarle soluciones desde fuera. Pero si está en ti y experimentas la impotencia tuya y de los otros, necesitas de ese hondo silencio para acoger. El silencio es la palabra que te revela su Presencia, porque todo su ser se hace silencio. Lo necesitas para “aguantar” con paz. Dios se hace también silencio en esos momentos. El es tu paz. El dolor se hace oración y todo tu cuerpo parece respirar un nombre: JESUS. Esta en tu continua oración.

El dolor se hace fecundo no por sí mismo, sino por la alegría que irradia la vida que encierra, por el amor que lo llena.

 

Gracias sean dadas al Padre

Creo que tengo que bendecir y alabar a Dios, aunque me duela, haciendo de mi vida una acción de gracias continuada.

El centro de todo es Dios. Del dolor brota una fuente de vida. La respuesta es mirarle a El, mejor dicho, dejarse mirar por El.

Desde aquí, a todos los que leáis estas líneas me atrevo a haceros una “invitación”: a los que estáis viviendo el dolor sin sentido, a abriros a la Vida de Dios; a los que tengáis contacto con este mundo del dolor, de los que sufren, a ayudarles a abrirse al Amor de Dios. El hará lo demás, porque desde esta entrega abierta a su acción El hace brotar la alegría revistiendo la vida, por muy dolorosa que sea, del calor de su Presencia. Yo por mi parte, me gustaría decirlo que me siento y soy feliz. Y esa felicidad no me viene del dolor, sino del amor de Dios que siento arder en mí y que me salva en cada instante.

 

“Gracias sean dadas a Dios Padre, que nos ha bendecido por nuestro Señor Jesucristo”.

 

Publicado en la Revista «Teología y Catequesis» 1989