El Dolor y el sufrimiento en la experiencia del Capellán

RUDESINDO DELGADO PÉREZ

RUDESINDO DELGADO PÉREZ

 

Doy las gracias al Consejo Pontificio para la Pastoral de la Salud por su amable invitación a compartir mi experiencia de capellán en esta mesa redonda. Al volver la mirada sobre mi vida y mi experiencia de capellán, rememorar mis encuentros con los que sufren (enfermos, familiares y personal sanitario que les atiende), ver cómo ellos afrontan y viven su dolor y sufrimiento, cómo yo traté de ayudarles. He tomado conciencia de lo que los enfermos han aportado a mi vida como persona, como creyente y como sacerdote. Ha sido el gran regalo que Dios me ha hecho y que yo deseo compartir con ustedes este día.

 

Mi encuentro con los enfermos se remonta a mi infancia. Acompañaba, de vez en cuando, a mis padres que iban a visitar a familiares y amigos enfermos. Ellos fueron mis primeros maestros.

 

En mis planes no estaba dedicarme a los enfermos; pero el Señor condujo mis pasos hacia ellos. Ordenado sacerdote, fui a Madrid para estudiar catequesis en el Instituto Superior de Pastoral y Ciencias de la Educación en la Universidad Complutense de Madrid. En 1969 me nombraron capellán del Instituto de Cardiología de Madrid. En él he vivido 37 años de mi vida sacerdotal en contacto día a día con los enfermos y sus familias, y con los profesionales.

 

Desde 1995 colaboro como capellán voluntario en la Casa de Belén, un pequeño centro puesto de las Hijas de la Caridad que atiende a niños enfermos y discapacitados cuya vida suele ser corta. Y desde 2008 cada miércoles celebro la Eucaristía con los enfermos de SIDA acogidos en la Casa de las Hermanas Misioneras de la Caridad de la Madre Teresa.

 

He visitado y acompañado a enfermos y familiares, de todas las edades, clases sociales, confesiones y creencias, cuyos rostros e historias guardo en mi memoria agradecida. He estado en contacto día a día con numerosos profesionales sanitarios. He sido testigo de gestos heroicos pero también de conductas inhumanas. Conozco sus gozos y satisfacciones y sus frustraciones y fracasos; lo que les motiva e ilusiona y lo que los desgasta y les hace sufrir.

 

Servidor de la vida, de la paz y del consuelo de Cristo

Me sé y me siento instrumento en las manos de Dios para “ser signo de la presencia de Cristo junto al que sufre” como especial servidor de la paz y del consuelo de Cristo.” Me siento Iglesia y enviado por ella para evangelizar el mundo de la salud. Estoy abierto y al servicio de los enfermos y sus familias, así como de los profesionales, en actitud de máximo respeto y colaboración, consciente de que también son amados de Dios y en ellos está actuando el Espíritu. Soy consciente de los dones recibidos de Dios pero también de mis limitaciones y heridas que necesitan ser aceptadas, integradas y sanadas.

 

En la medida de mis posibilidades he contribuido a educar para vivir y asumir el sufrimiento como una experiencia de gracia, a renovar actitudes y purificar lenguajes ante el sufrimiento propio o ajeno, a difundir el testimonio de los enfermos, a despertar y afinar la sensibilidad hacia el prójimo enfermo y desarrollar actitudes de cercanía y asistencia (SD 29), a promover una solidaridad afectiva y efectiva hacia los enfermos, pues «el sufrimiento está presente en el mundo para irradiar el amor» (SD 29) y a valorar y estimular la presencia evangelizadora de los enfermos como miembros activos y plenos de la comunidad cristiana.

 

Mi presencia junto a los enfermos

Mi presencia junto a los que sufren se fue configurando gracias al contacto con ellos, a la mirada contemplativa de las actitudes, gestos y palabras de Jesús –icono de la ternura y la compasión de Dios con os que sufren-, a la inspiración del Espíritu, a la lectura de la Palabra, de la rica Tradición de la Iglesia y de su Magisterio, en especial de Juan Pablo II, al estudio y reflexión personal y a la experiencia compartida con tantos hermanos sacerdotes en las numerosas convivencias, cursos de formación y encuentros que organicé siendo Director del Departamento de Pastoral de la Salud.

 

Presencia cercana y cálida

“El Señor está cerca de los atribulados.” (Sal 33,19)

 

El que sufre está a la intemperie y necesita ser arropado. No se le puede ayudar a distancia. Por eso, trato siempre de que los enfermos me vean y me sientan cercano y me esfuerzo para que mi relación sea cálida, amorosa.

 

Presencia discreta, humilde y pobre

“Descálzate, porque el lugar que pisas es sagrado.” (Ex 3,5)

 

Aprendí que al mundo del que sufre no se entra avasallando, sino con suma discreción y profundo respeto. Ofrezco mi presencia servicial y disponible pero nunca la impongo. Lo hago con humildad, consciente de mis propias limitaciones, dejándome ayudar y enseñar por ellos.

 

Presencia atenta que escucha

“Tú escuchas los deseos de los humildes, les prestas oído y los animas.” (Sal 9,38) “Sé pronto para escuchar y tardo para responder.” (Eclo 5,11)

 

Aprendí que al mundo del que sufre no se entra avasallando, sino con suma discreción y profundo respeto. Ofrezco mi presencia servicial y disponible pero nunca la impongo. Lo hago con humildad, consciente de mis propias limitaciones, dejándome ayudar y enseñar por ellos.

 

Presencia respetuosa y adaptada

“La caña cascada no la quebrará, el pabilo vacilante no lo apagará.” (Is 42,3)

 

Cada enfermo es único e irrepetible, tiene su personalidad, su entorno familiar y social, su nivel de fe y pasa por etapas diversas en el itinerario de su enfermedad. Siguiendo las orientaciones del Ritual de la Unción y de la Pastoral de Enfermos que piden al pastor que tenga presentes los distintos niveles de fe cristiana para actuar siempre gradualmente con discreción y pudor (no 55), trato de adaptarme a cada uno, de respetar sus creencias, sus ritmos.

 

Presencia que acompaña en la búsqueda del sentido

“El mismo Jesús se acercó a ellos y caminó a su lado.” (Lc 24,15)

 

El enfermo se pregunta y nos pregunta acerca del sentido del sufrimiento y de su finalidad. Y – como escribe Juan Pablo II- sufre de manera humanamente aún más profunda si no encuentra una respuesta satisfactoria (Juan Pablo II SD 10). Lo que cura al hombre –dice Benedicto XVI en la Spe Salvi no 37 – es la capacidad de aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un sentido mediante la unión con Cristo, que ha sufrido con amor infinito. «El amor es la fuente más rica sobre el sufrimiento, que siempre es un misterio» (SD 13) Encontrar la respuesta libera, da paz, genera energías.

 

He comprobado que ante el misterio del dolor, la actitud elocuente es, muchas veces, el silencio. El silencio atento, respetuoso y compasivo que entra en comunión con el dolor del otro y lo comparte. Las palabras, con frecuencia, son inoportunas e inútiles y en ocasiones hacen daño. Decía el cardenal Bernardin: “A veces lo único que he podido hacer por los que sufren es estar presentes para ellos, orar con ellos, convertirme en un signo silencioso de la presencia y el amor de Dios.”

 

Presencia que habla al corazón y testimonia y comparte la fe

“Saber decir al abatido palabras de aliento.” (Is 50,4). “Consolad, consolad a mi pueblo, hablad al corazón de Jerusalén”(Is 40, 1-2)

 

Sólo las palabras que salen del corazón y hablan al corazón del que sufre confortan, consuelan, animan, guían y orientan, dan vida e infunden esperanza. Son palabras que se guardan, se agradecen y jamás se olvidan.

 

Presencia que ayuda a adoptar actitudes positivas ante el sufrimiento

“Jesús viéndole tendido le dice: ¿Quieres recobrar la salud? Levántate, toma tu camilla y anda.” (Jn 5,6.8)

 

La persona puede adoptar ante el dolor y el sufrimiento que le aqueja actitudes y comportamientos positivos y fecundos o negativos y estériles. Unos le permitirán afrontar y vivir el dolor de forma constructiva. Otros, por el contrario, harán más insoportable y destructivo su dolor. En el encuentro con el enfermo trato de ayudarle a discernir sus actitudes y comportamientos y a cultivar los que son positivos.

 

Presencia abierta a las esperanzas y a la “Esperanza”

“En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo! yo he vencido al mundo.” (Jn 16, 33)

 

Ser testigo de la esperanza, donde la fragilidad humana contraría el deseo de vivir, no es fácil. Sé que la fe y la esperanza en Cristo muerto y resucitado nos lleva a creer que el sufrimiento no tiene la última palabra, que puede ser vivido como experiencia salvífica y como una constante oportunidad para el amor, el único capaz de vencer a la misma muerte. Como me escribía una enferma quienes celebramos la Pascua del Señor –su muerte y resurrección- tenemos suficientes razones para estar contentos y vivir felices, para encajar el sufrimiento con una esperanza grande y saberlo ofrecer con alegría, para aceptar con calma las noches largas y aguardar con ilusión cada nuevo amanecer. La vivencia del dolor se queda sólo como “un lugar de paso…” en quienes por gracia suya experimentamos ya los frutos de la Resurrección.

 

Por eso he tratado de despertar en los enfermos esa fe y esperanza que no defrauda y que da ánimo para vivir y luchar, para afrontar la muerte con serenidad.

 

Presencia alegre y gozosa

“No estéis tristes, pues el gozo en el Señor es vuestra fortaleza.” (Neh 8,10)

 

He tratado de lleva a la práctica el consejo que me dio un enfermo: Se necesita alegría / trae tu sonrisa puesta / no aumentes la pena mía / deja la tuya en la puerta.

Una sonrisa levanta el corazón; acerca a las personas; transmite paz; despierta buenos pensamientos; lleva esperanza y abre horizontes a las personas agobiadas o enfermas; ofrece confianza a las personas que viven acongojadas o deprimida.

 

Por eso, en mi quehacer pastoral me he servido de la música para aliviar penas, levantar el ánimo, expresar sentimientos, aliviar tensiones y ahuyentar miedos.

 

Presencia apoyada en la oración

“Orad unos por otros y os curaréis.” (Sant 5, 16)

 

Orar es una forma de servir, un medio indispensable para el acompañamiento pastoral, para el reencuentro y la comunión con el Dios de la vida. He orado por los enfermos que me lo pedían y con los que lo deseaban, ayudándoles a convertir su camino en camino con Dios por medio de la oración que unas veces fue de queja, otras de agradecimiento, otras de entrega confiada, otras de súplica y de intercesión por los demás, otras de contemplación del misterio o de alabanza y glorificación de Dios.

 

Cada día doy gracias a Dios por contar conmigo para transmitir su cercanía a los enfermos, para decirles que les ama incondicionalmente, que es abrigo y refugio en el que podemos cobijarnos, médico que sana nuestra dolencias, roca firme en la que apoyarnos…. Cada día le pido al Señor que abra mis ojos para que sepa reconocer en cada enfermo su Rostro y su Presencia; que abra mi mente para que sepa tratar a cada persona como única e irrepetible; que abra mis oídos para que acoja con amabilidad las confidencias y las dudas de los enfermos; que abra mi corazón para que ofrezca esperanza donde hay temor; que me inspire para que pueda curar, aliviar y consolar con una sonrisa, una buena palabra, un gesto de afecto; que me regale su paz para que pueda llevarla a los que están turbados y nerviosos; que me dé entrañas de misericordia y me haga acogedor y compasivo para que pueda transmitir su perdón y liberar de culpabilidades a quienes lo necesitan y piden; que me ilumine para que sea capaz de dar el consejo acertado, la orientación precisa; que me dé la humildad de reconocer que no soy la luz sino instrumento de tu Luz.

 

Presencia celebrada en los sacramentos

“Haced esto en memoria mía” (Lc 22,19) “Y ungían con aceite a los enfermos y los curaban” (Mc 6,13)

 

La celebración de los sacramentos han sido y es fuente y cumbre de mi presencia junto a los enfermos. Celebré Eucaristía en el hospital, llevando a ella la vida de los enfermos.

 

Llevé la Comunión a quienes la pedían, en un clima de presencia humana y de oración, sin prisas, ayudando al enfermo a vivir el encuentro con Jesús como un momento fuerte en su vida, que le une a Jesús y le abre a todos los hermanos.

 

Celebré la Unción a los enfermos y constaté, con gozo, que el encuentro con Cristo, muerto y resucitado, infunde aliento, coraje y paciencia en la lucha por su curación, consuela en la angustia, da paz.

 

Viví en el sacramento de la penitencia el gozo de mostrar a los enfermos el rostro de un Dios que nos espera, sale a nuestro encuentro, nos acoge y perdona, nos rehace y celebra recuperarnos con vida.

 

Aportación de los enfermos a mi vida

 

Mi vida como persona, como creyente y como sacerdote, no sería como es, sin el contacto con los enfermos. Estar con ellos y con los que les asisten ha sido el gran regalo que Dios me ha hecho y que le agradeceré mientras viva.

 

Los enfermos me aportaron mucho más que lo que yo a ellos. Me ayudaron a ser realista en un mundo que vive de apariencias, pues me enseñaron que somos frágiles, limitados, mortales.. pero también que en nosotros hay un caudal de energías insospechadas.

 

Me enseñaron a relativizar valores y formas de vida-hoy están muy cotizados- como la eficacia a toda costa, la ambición de dinero, de poder y de éxito, el ansia de tener y de consumir, la belleza externa.

 

Fueron una llamada constante a recuperar valores fundamentales del Evangelio,

como la gratuidad de la existencia, el vivirla como don y realizarla como entrega, la fuerza del amor, el andar ligeros de equipaje como peregrinos, la entereza en la hora de la prueba.

 

Me mostraron que lo más importante en la vida es el Amor. Que, pase lo que pase con la enfermedad y con nuestra vida, es posible mantener el vigor de la esperanza, la paz serena e incluso la alegría; que es posible luchar con la enfermedad, asumirla con amor, y madurar humana y cristianamente.

 

Me hicieron ver –lo dijo y mostró Juan Pablo II- que la debilidad es una parte creativa de la vida humana y que el sufrimiento puede ser aceptado sin que se pierda la dignidad.

 

Me revelaron los dones que Dios me ha regalado y cómo se sirve de ellos para su obra de salvación. Termino con el poema de un enfermo al marchar del hospital.

 

Un soneto, groseramente urdido,

para quien, sin nombrarlo, habla del Cielo,

para el que en ayudar pone su celo,

para quien, para amar, naciera ungido.

 

Recibí confortado y conmovido

el calor entrañable de un hermano,

en los momentos amenos y humanos

tan breve y fugazmente compartidos.

 

Lleven mi gratitud por sus desvelos

estos alados versos, y en su vuelo

vayan también mi afecto muy sentido

 

para quien torna en alegría el duelo,

para quien es, por vocación, consuelo,

y por aragonés, ennoblecido.

 

Gracias por su atención

 

INTERVENCIÓN CON MOTIVO DE LA CONMEMORACIÓN DEL 25º DE LA CARTA APOSTÓLICA ‘SALVIFICI DOLORIS” DEL PAPA JUAN PABLO II (CIUDAD DEL VATICANO, AULA DEL SÍNODO, 9 FEBRERO 2010

 

PUBLICADA EN LA REVISTA DOLENTIUM HOMINUM, N. 74 (2010 N. 2)