Experiencia de Dios en la enfermedad

Antonio López Baeza

Experiencia de Dios en la enfermedad

Antonio López Baeza, sacerdote.

 

La enfermedad me sobrevino en un momento en que mi vida parecía haber entrado por su mejor cauce. Me sentía feliz en mi trabajo, acababa de superar arduas dificultades. Al fin me encontraba centrado, con porvenir, aceptado y querido… Tenía ambiciosos proyectos de futuro… Todo se vino abajo. Y muchos de estos proyectos se hicieron inviables para el resto de mis días. El dolor de tener que cortar radicalmente con unas actividades queridas, en las que uno llegaba a verse proyectado y realizado, fue el primer impacto aplastante de la enfermedad.

Dios mío, ¿qué quieres de mí?», preguntaba con insistencia. ¿Acaso mi enfermedad te es más útil que mi actividad? ¿No es cierto, Señor, que pese a mis muchas deficiencias, he buscado la luz de tu Palabra para realizar según ella mi tarea entre los hombres? ¿No es cierto que me he revisado con los hermanos para tratar cada vez más de buscarte a ti, sólo a ti, a través de mis actividades?

Y en el transcurso de los días y de las noches pasadas en blanco, en un hambre insaciable de la Palabra divina, me llegaba silenciosamente al corazón este mensaje: «Te basta mi gracia, la fuerza se realiza en la debilidad» (2 Cor 12, 9). Algo así como si se me susurrase al oído que nada tenía que temer por aquellas personas y por aquellos trabajos. Que si mi ausencia podía comportar algo negativo (todos tendemos a hacernos necesarios e incluso imprescindibles), Él amaba a aquellas personas más que yo, y estaba interesado, más que yo, en que aquel trabajo alcanzase sus metas de bien.

Me costó convencerme. Pero el Señor no dejó de repetírmelo de muchas maneras. Nuestra eficacia no está en la actividad que desplegamos, sino en el grado de obediencia que vivimos. Y me ponía ante los ojos la imagen del crucificado, que había entrado en «su hora», la de mayor eficacia y alcance más universal, cuando extendió sus brazos en la cruz para realizar la voluntad del que lo había enviado.

En mi corazón fue formulándose esta verdad: No somos eficaces que no hemos aceptado ser reducidos a la máxima impotencia. Y yo que anhelaba realizar un año de desierto en los lugares africanos, donde Carlos de Foucauld llevara a cabo su aventura espiritual, me veía conducido a este otro desierto de la inactividad forzosa, como el verdadero que mi vida necesitaba. Los mejores desiertos son aquellos que nos prepara el Señor.

Una de las causas que mayor sufrimiento proporcionaba era la de la inseguridad. ¿Dónde, cómo, cuándo acabaría esto? Nadie lo sabía. En varios momentos, cuando parecía que estábamos llegando a un final más o menos feliz, surgía un nuevo problema, un imprevisto, que contrariaba a los médicos y nos ponía nerviosos a mí y a mis familiares.

Vivir en tal inseguridad me forzaba a volverme con mayor esperanza a mi Dios. Los medios terrenales no daban más de sí. Habíamos acudido a doctores y clínicas de lo más prestigioso. Y aquí también constatábamos que el poder del hombre es limitado, aun cuando se tratara de los hombres mejor pertrechados y expertos. En semejante situación de inseguridad, de no poder prever resultados ni fechas, no tenía más alternativa que la desesperación o el abandono. Y, naturalmente, la fe me empujaba hacia esta segunda: «Lo que hagas de mí te lo agradezco, porque Tú eres mi Padre». Y como respuesta a estas palabras, escuchaba en mi interior: La enfermedad y esa inseguridad que conlleva son un bien para ti. Así aprenderás que mi amor, basta. De aquí atrás, has tenido demasiados proyectos; te has imaginado que tu vida te la hacías tú mismo. Ahora ya sabrás para siempre, que tu vida te la voy dando yo, en cada momento, sin que deba importarte el momento siguiente. Tu felicidad depende de que hayas comprendido esto.

Era como si escuchase la más autorizada explicación de aquellas palabras: «No os preocupéis por el mañana, que el mañana traerá su propio agobio. ¡Bástele a cada día su propio afán!» (cf. Mt 6, 25-34). Vivir al día resultaba ser la fórmula más acabada del abandono en Dios. Dios es el único que puede hacer—porque nos ama—que, incluso el mal, se torne en bien nuestro. Y ese dolor tan agudo a veces, de una enfermedad no dominada por el poder de los médicos, se tornaba en la mejor ocasión de consuelo, de plena confianza en el regazo del Padre.

¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo: ¿la aflicción?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez? (…). En todo eso vencemos fácilmente por Aquel que nos ha amado. Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna, podrá apartarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro.” (Rom 8, 35-39).

Ésta era la conclusión que iba tomando forma en mi conciencia: la eficacia de una vida, está encerrada en la verdad de su amor; y ninguna calamidad nos puede arrebatar el poder de seguir amando. Podré perder mi actividad, mis planes de futuro, la vista, la salud… Pero ninguna de esas pérdidas, ni todas ellas juntas, tienen el poder de despojarme de la capacidad de amar, de recibir y dar el amor. «A nadie debáis nada más que amor; porque el que ama tiene cumplido el resto de la ley» (Rom 13, 8). Es decir, el que ama, vive en el corazón de todos los movimientos y actividades que transforman nuestro mundo, según la voluntad de Dios. ¡Me producía tanta paz este pensamiento! Era el «toque delicado» del Señor que compartía mi sufrir y me sostenía con su presencia. Mientras ame -me decía a mí mismo-, soy invencible. Mientras acepte que Dios me entrega toda su amistad en y por la enfermedad, nada puede ésta y todas sus consecuencias, contra la alegría de ser suyo. El dolor, asumido en la confianza, me identifica con Cristo Crucificado, con el Amor que redime.

Y así fue como, en situación de claroscuro, con momentos de alza y de baja, de humor alegre o de ánimo caído, disfrutaba siempre, como denominador común de todas estas situaciones, de la cercanía de un Dios que se me revelaba más como ternura que como poder; más como intimidad amistosa, como impulso y aliento hacia adelante, que como fácil resignación ante un «fatum» que nos aplasta. No existe fatalidad para el que ama y espera, para el que cree y confía. El Espíritu que fecundó el caos y lo convirtió en orden creado, fecunda el sinsentido de nuestras vidas, y lo convierte en mil posibilidades de comunión. Quien no haya comprendido esto, nunca podrá aceptar el fracaso de la cruz de Cristo.

Aunque yo ahora no vea (estuve sin ver varios meses, con cada uno de los ojos por separado), soy feliz porque otros muchos ven y saben disfrutar del don de la vista. Aunque (como en algún momento llegamos a temer) yo me quedase sin visión, tendría que dar gracias por todos aquellos que conservan el sentido de la vista, y ser feliz con la felicidad de ellos. Si no soy capaz de compartir la dicha de cuantos pueden utilizar su vista, sólo porque yo no poseo la misma dicha, será porque he dejado que el egoísmo se apodere de mí. ¡Y esto sí que es una verdadera desgracia! Si me abro a compartir la felicidad del otro, descubriré que también en mí hay otros motivos, otras fuentes de felicidad, a compartir con todos.

 

La enfermedad como tiempo de gracia

El disponer de espacio y condiciones para orar -y orar a partir de lo que estaba viviendo-, fue convirtiendo la enfermedad en un tiempo de gracia, de luces de lo alto, de llamadas a la conversión.

Eran muchas las personas que oraban a Dios con insistencia por mí; yo lo sabía. Le pedían el restablecimiento de mi vista. ¿Podía Dios dejarnos de escuchar? Ciertamente que no. Y una gracia -no de las menores- que el Señor me concedió, fue la de comprender que el favor que todos pedíamos y Él deseaba concedernos en su liberalidad infinita, habría de consistir, sobre todo, en aceptar el resultado de aquel proceso, fuere cual fuere, como lo más conveniente para mi vida. Pues el milagro de la fe es el que nos permite crecer, ensanchar nuestro corazón y nuestra mente, más allá de lo que parecen permitirlo las condiciones naturales. Encontrarle a la vida el mismo sentido o más que antes, pese a la pérdida de facultades; saber que puedo seguir siendo útil y trabajando por los demás; aceptar los cambios de sentido a que me obligaban los resultados, y aceptarlos sin hacer de ello un drama que amargara mi existencia y la de quienes me rodeaban…, ese era el milagro, el más valioso milagro que el Señor nos quería conceder, o mejor, que ya se había operado en mi interior.

La presencia abundante de amigos (¡cómo pude constatar la fraternidad que crea la fe evangélica!), su ayuda material y espiritual (dinero, vivienda, acompañamiento…), colaboró también a hacer posible lo que parecía imposible. Era como el recordatorio permanente, como las señales que me indicaban que Dios no se olvidaba de mí, y me enviaba a los hermanos para hacerme presente su amor de Padre. Sí, es Dios mismo quien nos ama en el amor de los seres que nos rodean.

Hoy , transcurridos ya seis años largos desde la última intervención y aunque persisten molestias y los cuidados no pueden ser preteridos; pese, también, a que he quedado bastante reducido en mi capacidad de trabajo, me veo forzado a una constante acción de gracias. Puedo hacer una vida casi normal. El conjunto de aquellos años -cuatro en total- me aparece como una de las etapas más enriquecedoras de mi existencia terrena. Algo que yo necesitaba para aprender con todo mi ser a confiar, («pues los que esperan en ti, Señor, no quedan defraudados» (Sal 25, 3). Dios nos da siempre mucho más de lo que podemos coger con nuestras pobres manos.

Tomado de su libro “Experiencia de soledad” Narcea Ediciones