La alegría de creer

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Madeleine Delbrêl:  La alegría de creer

Pitaud

 

A los dieciséis años, Madeleine Delbrêl era atea; a los veinte descubría a Dios tras una búsqueda rigurosa al término de la cual se abandonó y se puso a rezar.

«Puesto que las palabras, oh Dios mío, no se han hecho para que queden inertes en nuestros libros, sino para que nos posean y recorran el mundo en nosotros, permite que unas chispas de este fuego de alegría, que tú encendiste aquella vez en una montaña, de esta lección de felicidad nos muerdan, nos revistan, nos invadan; haz que, habitados por ellas, como “pavesas en la paja” recorramos las calles de la ciudad bordeemos las oleadas de gentío, contagiados de la dicha, contagiados de la alegría. Porque la verdad es que ya está bien de todos esos pregoneros de malas noticias, de tristes noticias. Hacen tanto ruido que tu palabra no resuena en nosotros. Haz que, en su griterío, estalle el silencio palpitante de tu mensaje. Haz que pase al tropel de gentes sin rostro nuestra alegría, recogida, más clamorosa que los gritos de los vendedores de periódicos. Más invasora que la tristeza quieta de las masas.» (IC., p, 40).

A los dieciséis años, Madeleine Delbrêl era atea; a los veinte descubría a Dios tras una búsqueda rigurosa al término de la cual se abandonó y se puso a rezar. Aquel descubrimiento fue a lo largo de toda su vida como un manantial y un tesoro inagotable de alegría. Había quedado tan asombrada por el encuentro con Jesucristo que él siempre fue para ella el amigo sin el cual ya no podía concebir la existencia. El radicalismo que sacude inevitablemente al lector de los textos de Madeleine se explica por la exclusividad de este encuentro. En el curso de su vida pasó por muchas dificultades, contradicciones y sufrimientos, pero nunca alteraron su alegría profunda.

A los diecisiete años había escrito un texto sobre la muerte que se ha hecho famoso y que se publicó como preámbulo de “Nosotros gente de la Calle”. Esas páginas, tituladas ‘Dios ha muerto, viva la muerte’ «expresan la omnipresencia de la muerte que viene al final de todo y de todos … en todos partes, invisible, eficaz; da un golpecito y el amor deja de amar, el pensamiento deja de pensar, un bebé de reír … y ya no hay nada.» (NA., p. 58).

Y, sin embargo, Madeleine tenía horror a la muerte y amaba demasiado la vida como para coquetear con ese gusto morboso que nos habita a veces. De la muerte habla en ese texto de una forma irónica que no logra esconder su tristeza profunda y donde se codean la burla y el desafío: «Hay personas que se divierten, que matan el tiempo esperando a que el tiempo les mate a ellas… y yo soy de esas». Aun así, ella sigue bailando. Con el baile, que tanto le gustaba y que para ella era una expresión de la vida, le plantaba cara a la muerte: «Sí, bailo, pero quiero saber que lo hago sobre un volcán.»

Se comprende que cuando descubra a Cristo, el Vivo, la invadirá una plenitud de alegría: «Vivías y yo no sabía nada. Habías hecho mi corazón a tu medida, habías hecho mi vida para que durase tanto como tú y, como no estabas allí, el mundo entero me parecía pequeño y tonto y el destino de los hombres, estúpido y malvado. Cuando supe que vivías, te di las gracias por haberme hecho vivir, te di las gracias por la vida del mundo entero.» (Nota inédita, citada por Christine de Boismarmin, en Madeleine Delbrêl, Rues des villes, chemins de Dieu, Nouvelle Cité, 1985, p. 26.)

Así pues, Madeleine extiende al mundo entero la alegría de su acción de gracias, el encuentro con Cristo la pone en comunión con todos los seres a quienes Dios da la vida.

A partir de entonces danzará con alegría “el baile de la obediencia”, con “muchos santos que necesitan bailar de tan felices como están por vivir” (NA. p.89), bailará en compañía del rey David delante del Arca, de “Santa Teresa con sus castañuelas”, de “San Juan de la Cruz con un Niño Jesús en brazos”, de San Francisco ante el Papa. Vivir se convirtió para ella en una fiesta continua, en una danza sin fin en que el creyente se deja llevar entre los brazos de Dios, que guía la danza con mano muy segura y al mismo tiempo llena de fantasía, en función de los acontecimientos y de los encuentros.

Pero ni por asomo creamos que Madeleine se convirtió en una ingenua; las realidades están ahí, el trabajo, el sufrimiento, la miseria. Pero el corazón es ligero, porque ella se abandona entre las manos de Dios al ritmo de la danza. Podemos «revestir cada día nuestra condición humana como un traje de baile que nos hará amar de ti todos sus detalles como indispensables joyas.» (NA., p. 91). La vida ya no está programada, se convierte en una aventura, pero tenemos que “dejarnos inventar para ser gente alegre que danza su vida con Dios. Ya no es una lucha contínua y dura en la que seríamos aplastados sin cesar por las dificultades, ya no es un enigma, un teorema que resalta un quebradero de cabeza”. Es «como una fiesta sin fin en la que su encuentro se renueva, como un baile, como una danza, entre los brazos de su gracia, en la música universal del amor.» (NA., p. 92). Madeleine nunca creyó que la fe en Cristo pudiera atenuar la pena de los hombres, pero le permite comprender esta última y vivirla de otra forma: «Salvar el mundo no es darle la felicidad, es darle el sentido de su pena y una alegría que nadie le puede arrebatar.» (NA., p. 121).

Así pues, Madeleine nos recuerda que, si a veces llevamos nuestra vida tan pesadamente, es porque nos olvidamos del tesoro que nos habita y que dejamos sepultado, cubierto por las preocupaciones y las penas, «ese tesoro que hemos recibido, el tesoro que le falta al mundo y que nosotros debemos llevárselo al mundo.» (IC., p. 163). Nos muestra también que a menudo vivimos como fuera de nosotros mismos, dispersos, superficiales, incapaces de sentir el peso, la densidad de los seres y de las cosas. Entonces nuestra vida se va consumiendo, sin interés profundo, todo nos parece banal y necesitamos sin cesar estímulos nuevos para hallarle un cierto gusto. Si fuéramos conscientes de que la presencia de Dios irradia desde dentro el corazón humano y todo lo que vivimos, entonces nuestra existencia se vería animada por otra ligereza y por otra alegría: «Había palpado como un hecho el valor que cobra cada cosa cuando el hombre está unido a Dios.» (VM., p. 48).

Esta alegría que invade al creyente que se entrega a su Dios viene a nosotros en forma de un fuego que se propaga por el mundo desde que fuera encendido en el Monte de las Bienaventuranzas. Es un fuego de alegría que transmite la dicha anunciada en otro tiempo a los pobres, a los hambrientos de paz y justicia. Para Madeleine, ese fuego acaba de abrasar su corazón y ya no puede guardárselo para sí. Debe comunicar a su alrededor «esa dicha incomparable que apenas podemos elegir psicológicamente cuando la conocemos, de tanto como se impone la preferencia.» (V.M. p. 184).

Y ella lo hace no mediante una argumentación que resultaría teórica, sino ante todo dando testimonio de su encuentro con Cristo. Lo muestran las primeras páginas de Ciudad Marxista, tierra de Misión. A continuación, elabora su debate con los marxistas con rigor y precisión, pero subraya ante todo que no lo habría emprendido si dicho debate no se nutriera del encuentro inicial. “Escribo “encuentro” en grande y en singular. Este trabajo se ha inspirado en los encuentros. O más bien en un encuentro inicial cuya consecuencia son los demás. Fue mi propio encuentro con Cristo Señor. Y el hecho de ser portadora de este testimonio redobla de alguna manera su alegría: «Gritar la propia fe en un ambiente marxista es estar presto a tener un día la alegría.» (VM. p.127). Así pues, la alegría de creer está en el origen del apostolado, pero el propio apostolado se convierte a su vez en fuente de alegría.

A los que no hayan avanzado tanto, Madeleine les dice fraternalmente que su camino de acceso a la alegría ha sido largo y difícil. Ella forma parte de «los que han escalado penosamente el misterio de Dios, los que lo han creído posible, los que, en resumen, lo han creído verdadero; los que en esta verdad han hallado la alegría de las alegrías.» (IC. p. 207). Así pues, Madeleine puede hablarnos, bien seamos cristianos ya de antiguo o bien vivamos la oscuridad de la búsqueda. Si pertenecemos a los primeros, ella nos muestra que la fe puede mantenerse viva y alegre si se revitaliza continuamente en torno a aquel a quien un día conocimos llenos de asombro, pero a quien luego tal vez hemos olvidado algo. Una de las grandes sorpresas de Madeleine al llegar a Ivry fue precisamente el encontrarse con una comunidad cristiana replegada en sí misma, en actitud defensiva frente a los marxistas, sin duda porque ya no era consciente del tesoro del que era depositaria. Como la parroquia de Ivry en otros tiempos, no sabemos permanecer “deslumbrados por la gracia”, conservar el “estado de alma del neófito” (NA. p. 230). Si, por el contrario, pertenecemos a aquellos que buscan, Madeleine nos alienta por un itinerario difícil cuyas diferentes etapas ha recorrido ella misma, desde lo posible vislumbrado hasta lo cierto reconocido y el don de la “alegría de las alegrías “.

Ella había sido invadida por la alegría porque había comprendido que se había salvado cuando se creía perdida, que recibía la vida eterna cuando creía estar abocada a la muerte. Conocía la total gratuidad de este don. Sabía también de su pobreza y de lo poco que podía dar ella a cambio. Pero era capaz de reírse: de reírse de sí misma, en el asombro de la alegría de Dios: «Y en esta aventura de la Misericordia se nos pide que demos sin tasa lo que podamos. Se nos pide que riamos cuando ese don se malogra, cuando es sórdido, impuro. Pero también se nos pide que nos asombremos con lágrimas de reconocimiento y de alegría ante ese inagotable tesoro que desde el Corazón de Dios fluye hasta nosotros. En ese cruce de la risa con la alegría se instalará nuestra paz incombustible.» (IC. p. 70).