Ser misericordioso como el Padre

Arturo Fuentes

Ser misericordioso como el Padre, mi aspiración permanente

Arturo Fuentes. Médico pediatra jubilado. Orense

 

No quisiera teorizar, sino dar cuenta de un afán prolongado en mi vida de ser misericordioso como el Buen Padre Dios a cuya imagen y semejanza estoy hecho. Hoy, ya jubilado de mi labor profesional, tengo ocasión de repensar mi pasado y tomar cuenta del camino transcurrido habiendo intentando ejercer como profesional sanitario cristiano.

A pesar del recorrido y los años que uno tiene encima, me queda la nítida convicción de que todavía necesito “convertirme”; esa conversión que ancla la vida a la luz del Dios-Trinidad y que en palabra de San Juan Pablo II “consiste siempre en descubrir su misericordia” (DM 13).

Cuando este Santo Papa publica su segunda encíclica, “Dives in Misericordia”, yo era MIR de pediatría y militante cristiano, como lo he sido a lo largo de mi vida, desde muy joven. En aquella etapa, todavía sin el instrumento de reflexión ética que llamamos bioética, me preocupaba cómo ejercer el respeto a las personas y el deber de justicia en mi mundo sanitario en coherencia con mi fe y con la invitación al seguimiento de Jesús de Nazaret.

Me parecía que cumplir mi deber con los pacientes –y en mi caso con sus padres– en forma de cumplimiento de horarios, que no sólo tienen que ver con la empresa, sino en último término con los propios pacientes; con mi dedicación al estudio para capacitarme para llevar a cabo actos clínicos de calidad; con el respeto a las personas cuidando de no quebrantar su pudor, su estima de la intimidad, su confidencia; con un modo de informar con claridad, con compasión y generando esperanza; con un cuidado por expresarme con letra clara y pedagogía al informar del diagnóstico, del pronóstico y en especial de las recomendaciones terapéuticas; etc. Me parecía que todo ello no alcanzaba a llenar el ámbito de acogida que como cristiano merecían mis pacientes y sus familias, como hermanos míos, como merecedores de que en la relación terapéutica prime una conciencia de “igualdad” entre todos, y un hacer transparente mi estar en medio de ellos como el que sirve, a imagen de Jesús de Nazaret, al que yo quería seguir en sus actitudes e imitar en sus gestos.

Descubrí con aquella encíclica que si yo quería ser sacramento de la presencia del Buen Dios como sanitario y cuidador, en medio de los enfermos y sus familias, el signo más transparente sería mi capacidad de ser misericordioso, porque «la misericordia es el más grande de los atributos de Dios» (DM 13)

¿Y cómo hacerse capaces? Meditando la Palabra de Dios y participando de una forma consciente y madura en el sacramento de la Eucaristía y de la Reconciliación (DM 13). Hoy el Papa Francisco sintetiza: «…contemplar la misericordia de Dios y asumirla como propio estilo de vida» (MV 13)

¿Cómo fui intentando configurar en mi vida de profesional ese estilo de vida? San Juan Pablo II decía: «el hombre alcanza el amor misericordioso de Dios, su misericordia, en cuanto él mismo interiormente se transforma en el espíritu de tal amor hacia el prójimo» (DM 14). Y esa ha sido la tensión vigilante que ha mantenido mi vocación de PROSAC y continúa en el presente como un miembro más de la comunidad de creyentes.

Estar predispuesto a amar a cada uno de mis pacientes y a sus familiares que se me han encomendado durante mis casi cuarenta años de ejercicio profesional, no ha dejado de exigirme un esfuerzo de voluntad y educación de mi sensibilidad, hecho de “pobreza de espíritu”, lleno de sensaciones de incapacidad para lograr todo aquello que aspiraba conseguir en mis pacientes. Hecho también de “sencillez”, accesible a todos, sin mucho intermediario ni burocracia; de “humildad”, haciéndome tragar yo mismo los sinsabores de una solicitud por el enfermo no siempre comprendida por los familiares, sin tomar cuenta de ello en sucesivos encuentros; de “anonadamiento”, sin promoción de mi persona, sin buscar aplauso, sin tomar renombre; intentando siempre hacer que el enfermo sea el centro de atención y de gestión.

Pero, al tiempo, ese gesto de amor que quiere ser misericordioso, más allá de las exigencias de lo justo – inalienables – pero que desea dar con gratuidad un “plus” de amor en la relación terapéutica y de cuidados, como seguidor de Jesús, además de esas activas pasividades narradas, estaba construida de dinámicas positivas como la “solicitud” por mis enfermos. ¡Cuanto contenido le vi al principio de beneficencia en este orden, que no se explicita suficientemente en los foros! También la “disponibilidad” para una pronta atención; la “gratuidad” en el tiempo de atención, intentando darle a cada uno el margen de consulta que precisaba, tanto para diagnóstico, como para información o educación sanitaria; fiel en el “acompañamiento”, que quiso ser generoso al lado de los padres; para muchos de ellos, en el camino del Calvario que supuso el tratamiento y cuidado de sus hijos con enfermedades graves y prolongadas.

Supe que me comportaba con mis pacientes sólo en base a los protocolos, principios de la bioética, deontología y legislación, cuando no me quedó memoria o huella de los mismos; en muchos casos, cuando no llegué a promover confianza, curación de los miedos o esperanza. También ha sucedido que otras veces lo intenté y recibí por respuesta desconfianza y críticas. Pude resarcirme de ello con examen de conciencia ante la Cruz, no en vano Jesús Crucificado es el icono de la misericordia. No siempre poniendo lo mejor de uno acaba la relación en felicidad, sino en cruz. Y también pedí perdón por las inadvertencias.

Pero tuve la suerte de poder percibir en muchos que el amor misericordioso de Dios les había tocado, probablemente también gracias a mi trabajo interior por “cristificarme”, cuando percibía en ellos confianza, atenuación de los miedos, conformidad con lo que les ha tocado afrontar, fortaleza para seguir un plan terapéutico difícil y prolongado, … cuando muchos padres se abrían al querer de Dios sobre ellos e iniciaban un proceso de oración continuada por la salud de sus hijos, por sí mismos, por los profesionales y demás cuidadores; cuando percibían que el Dios de misericordia camina a su lado, dándoles consuelo, esperanza y fuerza.

Durante cuarenta años he reflexionado sobre las obras de misericordia en el contexto de los profesionales sanitarios cristianos con el afán de que fuesen guía de mi comportamiento cristiano como profesional.

Y al hacer examen de conciencia, recién jubilado, me queda la sensación de lo poco alcanzado, de lo mal gestionado en mi vida, de las ocasiones perdidas, de… ¡cuánto queda por hacer!

Me consoló (parodiando un texto de Pablo d´Ors que él refiere a la meditación) el saber que la misericordia tiene un ámbito de realidad tan hondo y amplio en nuestro interior, en nuestro ser profundo, que es imposible llenarlo; siempre resta mucho por conseguir, siempre deja un ansia de lograr algo más, siempre es deseo de poner más amor.

No olvidemos que el icono de la misericordia es el Cristo Crucificado, donde se combinan amor y pasión.