Vivir la enfermedad desde la otra orilla enriqueció mi vida profesional y cristiana

Pablo Muñoz

Vivir la enfermedad desde la otra orilla enriqueció mi vida profesional y cristiana

Pablo Muñoz, Médico de Urgencias, Calatayud

Soy médico de familia y desde hace cuatro años trabajo en el Servicio de Urgencias del Hospital Ernest Lluch de Calatayud. Casado y padre de una niña preciosa de cinco años..

Este año he tenido la oportunidad de vivir la experiencia de la enfermedad desde la otra orilla. En enero le diagnosticaron un cáncer de mama a mi esposa y eso ha abierto la puerta a un nuevo mundo que hasta ahora sólo conocía desde fuera. Esta experiencia me ha enriquecido como profesional y como cristiano.

Mi experiencia como médico de urgencias es muy enriquecedora. Me permite entrar en contacto cada día con el misterio del dolor, del sufrimiento encarnado en el enfermo y su familia. Cada día puedo bajar de Jerusalén a Jericó varias veces cruzándome con el prójimo que siempre me aporta humanidad, paciencia y confianza el ciento por uno.

Como el sacerdote y el levita de la parábola las más de las veces doy un rodeo cuando me encuentro con el pobre hombre apaleado, con el enfermo, con Cristo vivo en ese enfermo o en esa familia angustiada a la que se le informa de que su familiar se encuentra en un estado grave o ha de quedarse ingresado.

En la comarca donde trabajo, el enfermo que viene en peores condiciones suele ser el anciano, inválido e ingresado en una residencia geriátrica. A menudo, es el paciente que requiere más cuidados por parte de todos, auxiliares, enfermeras, médicos. Pero no siempre los recibe, porque no vemos en él más que un abuelo de residencia que viene a ocuparnos una cama y darnos trabajo.

Otro enfermo mal recibido es el inmigrante rumano que viene a horas intempestivas por un motivo banal. Siendo honesto no puedo decir aquí que yo vea a estos pacientes y los trate de forma diferente a los demás. Yo también doy un rodeo y sigo mi camino, porque el enfermo viene a romper mi comodidad y me hace trabajar, y me pide compasión, padecer con él.

En el ambiente de trabajo no prima el servir al enfermo sobre todo lo demás, ni se respeta siempre la dignidad de toda persona independientemente de sus capacidades mentales, pueblo de origen, idioma, etc. Pesa también el hecho de que un hospital es una institución donde las normas de funcionamiento, los turnos, la coordinación entre profesionales muchas veces pueden acabar deshumanizando al enfermo. Una cosa tan sencilla como la pulsera identificativa con el nombre y el número y el pijama o, peor, el camisón que a todo enfermo que ingresa se le coloca, hace que una persona única y con dignidad sagrada pase a ser un paciente con un número, una dieta, un diagnóstico, una cama asignada. Así una serie de normas, dictadas para que todo funcione mejor, terminan con la percepción de que lo que hay dentro del camisón es un hermano que sufre y que necesita una palabra, una sonrisa y una mano amiga.

Soy consciente de que el mundo que nos toca transformar a los laicos, a los seglares, es un mundo de instituciones. Cada día, cada guardia necesito pedirle al Señor que me ayude a verlo al borde del camino, caído, desvalido y enfermo, para que mi profesión tenga sentido y yo sea redimido por mi falta de amor hacia El, que se esconde en los débiles, en los pobres, en los enfermos.

 

Cada día estoy más convencido de que muchos compañeros míos, muchos profesionales sanitarios acaban quemados precisamente por no dejarse abrasar por la luz de Cristo encarnado en el enfermo. El secreto de nuestra profesión radica en este descubrimiento que conlleva una serie de consecuencias luminosas.

 

Relatada en el I Encuentro de Pastoral de la Salud de Aragón y Rioja y publicada en el Boletín PROSAC n. 51